El dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace el amor. Quizás es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso, siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi superpapá castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo Dios también supo ser mi amigo en aquellos viejos tiempos, cuando yo creía en Él y creía que Él creía en mí. Entonces paro la oreja, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar sus melancólicas confidencias.

Eduardo Galeano.

jueves, 16 de septiembre de 2010

el mismo amor, la misma lluvia



"Yo pensaba que lo otro, que ese fuego era amor. Y ahora me doy cuenta de que no, de que... de que es fuego. Te quema y nada más. Entendí que... que el amor es otra cosa que tiene más que ver con el cariño, con el compromiso, con las cosas compartidas, con la seguridad, con la confianza. Con la confianza. Eso es amor, no esa cosa de adolescente de Romeo y Julieta que... A mí ya no me enganchás con un cuento o pintándome un retrato. Vos sabés que además cuando yo me propongo algo..."

lunes, 6 de septiembre de 2010

Prólogo a los Lanzallamas


Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.

Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.

Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.

Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.

Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.

Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.

En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".

El porvenir es triunfalmente nuestro.

Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.

Y que el futuro diga.

Roberto Arlt

domingo, 5 de septiembre de 2010

La historia me absolverá.


De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la maldición de Dios. Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses la año, ¿con qué puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción. El acceso a los hospitales del Estado, siempre repletos, sólo es posible mediante la recomendación de un magnate político que le exigirá al desdichado su voto y el de toda su familia para que Cuba siga siempre igual o peor.
Pronunciado por Fidel Castro en el juicio del Moncada, el 16 de octubre de 1953

Ttexto completo:
http://www.granma.cubaweb.cu/marti-moncada/jm01.html

jueves, 2 de septiembre de 2010

lo que en verdad aprendo #3: ensayo sobre la estupidez

Fragmentos de un discurso amoroso (Roland Barthes)





Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.

Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.

El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.

Para mostrarte dónde está tu deseo basta prohibírtelo un poco. X... desea que esté allí, a su lado, pero dejándolo un poco libre: ligero, ausentándome a veces, pero quedándome no lejos: es preciso, por un lado, que esté presente como prohibido, pero también que me aleje en el momento en que, estando en formación ese deseo, amenazaría con obstruirlo. Tal sería la estructura de la pareja "realizada": un poco de prohibición, mucho de juego; señalar el deseo y después dejarlo.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede concentrarla, darle el valor fuerte de una transgresión; la soledad del sujeto es tímida, carente de todo decoro: ningún Bataille le dará una escritura a ese obsceno. El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de mezquindades psicológicas; carece de grandeza: o su grandeza es la de no poder alcanzar ninguna grandeza. Es pues, el momento imposible en que lo obsceno puede verdaderamente coincidir con la afirmación, el amén, el límite grado de lo obsceno.

Es loco aquel que está limpio de todo poder. -¿Cómo? ¿Acaso el enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El sometimiento es no obstante asunto mío: sometido, queriendo someter, experimento a mi manera la ambición de poder, la libido dominandi. Sin embargo, ahí está mi singularidad; mi libido está absolutamente encerrada: no habito ningún otro espacio que el duelo amoroso: ni un ápice de exterior, y por lo tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy loco: no porque sea original sino porque estoy separado de toda socialidad. Si los demás hombres son siempre, en grados diversos militantes de algo, yo no soy soldado de nada, ni siquiera de mi propia locura: yo no socializo.


El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.

(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal voz una forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo)

Idea de suicidio; idea de separación; idea de retiro; idea de viaje; idea de oblación, etc; puedo imaginar muchas soluciones a la crisis amorosa y no ceso de hacerlo. Sin embargo, por más enajenado que esté, no me es difícil aprehender, a través de esas ideas recurrentes, una figura única, vacía, que es solamente la de la salida; aquello con lo que vivo, con complacencia, es el fantasma de otro papel: el papel de alguien que "se las arregla". Así se descubre, una vez más, la naturaleza lingual del sentimiento amoroso: toda solución es implacablemente remitida a su sola idea -es decir a un ser verbal-; ajustarse a la preclusión de toda salida: el discurso amoroso es en cierta forma un a puertas cerradas de las salidas.