La candente mañana de febrero en que Beatriz
Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo
instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de hierro
de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios;
el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se
apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo
sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su
memoria, sin esperanza, pero también sin humillación.
* * *
La pesada mañana de febrero en que Vera Ortiz Beti tuvo esa muerte espectacular que ella misma hubiese elegido, al salir de la torre de Madero, mirando hacia Plaza San Martín vi que peones de mameluco blanco trabajaban sobre carteleras que afean la estación Retiro. A la distancia parecían animalitos adiestrados sólo para arrancar los viejos carteles de L&M y reemplazarlos por no se cuál otra marca extranjera de cigarrillos. La idea de cambio me evocó las observaciones que solía hacer el otro y, como él, yo también pensé que esa periódica sustitución inauguraba una serie infinita de cambios que volverían a esta ciudad, a este país y al universo entero, una cosa distinta que ya nada tendría que ver con ella
(Help a él - Fogwill)
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