‑Es posible que ni siquiera exista Dios ‑replicó Raskolnikov hasta con inquina; luego se echó a reir y la miró.
Al oír aquellas palabras el rostro de Sonia se contrajo, demudado. Miró a Raskólnikov con inefable reproche, estuvo a punto de decir algo; pero antes de poder pronunciar una sola palabra prorrumpió en amargos sollozos ocultando el rostro entre las manos
‑Usted dice que Catalina Ivanovna está perdiendo el juicio, pero eso es lo que le ocurre a usted ‑dijo Raskolnikov tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. Raskólnikov continuaba su ir y venir, callado y sin mirar a la muchacha. Por fin se acercó a ella con los ojos fulgurantes, le puso las manos sobre los hombros y clavó su mirada en su rostro, bañado por las lágrimas, una mirada hosca, febril y punzante; le temblaban los labios. Súbitamente se inclinó y postrándose en el suelo, le besó el pie. Espantada, Sonia se apartó de él como si se tratara de un loco. Y, en efecto tenía todo el aspecto de un loco.
‑¿Qué hace?¿Qué hace usted? ¡Arrodillándose delante de mí! ‑balbuceó muy pálida y con el corazón oprimido
Él se incorporó al instante
‑No me he arrodillado delante de tí, sino delante de todo el sufrimiento humano ‑Declaró con arrebato y se apartó hacia una ventana.
Fiódor Dostoievski. Crimen y Castigo.
(Cuarta Parte, Capítulo IV)
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