El dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace el amor. Quizás es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso, siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi superpapá castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo Dios también supo ser mi amigo en aquellos viejos tiempos, cuando yo creía en Él y creía que Él creía en mí. Entonces paro la oreja, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar sus melancólicas confidencias.

Eduardo Galeano.

jueves, 2 de septiembre de 2010

lo que en verdad aprendo #3: ensayo sobre la estupidez

Fragmentos de un discurso amoroso (Roland Barthes)





Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.

Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro.

El ser que espero no es real. El otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene lo alucino: la espera es un delirio.

Para mostrarte dónde está tu deseo basta prohibírtelo un poco. X... desea que esté allí, a su lado, pero dejándolo un poco libre: ligero, ausentándome a veces, pero quedándome no lejos: es preciso, por un lado, que esté presente como prohibido, pero también que me aleje en el momento en que, estando en formación ese deseo, amenazaría con obstruirlo. Tal sería la estructura de la pareja "realizada": un poco de prohibición, mucho de juego; señalar el deseo y después dejarlo.
La obscenidad amorosa es extrema: nada puede concentrarla, darle el valor fuerte de una transgresión; la soledad del sujeto es tímida, carente de todo decoro: ningún Bataille le dará una escritura a ese obsceno. El texto amoroso está hecho de pequeños narcisismos, de mezquindades psicológicas; carece de grandeza: o su grandeza es la de no poder alcanzar ninguna grandeza. Es pues, el momento imposible en que lo obsceno puede verdaderamente coincidir con la afirmación, el amén, el límite grado de lo obsceno.

Es loco aquel que está limpio de todo poder. -¿Cómo? ¿Acaso el enamorado no conoce ninguna excitación de poder? El sometimiento es no obstante asunto mío: sometido, queriendo someter, experimento a mi manera la ambición de poder, la libido dominandi. Sin embargo, ahí está mi singularidad; mi libido está absolutamente encerrada: no habito ningún otro espacio que el duelo amoroso: ni un ápice de exterior, y por lo tanto ni un ápice de sentido gregario: estoy loco: no porque sea original sino porque estoy separado de toda socialidad. Si los demás hombres son siempre, en grados diversos militantes de algo, yo no soy soldado de nada, ni siquiera de mi propia locura: yo no socializo.


El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.

(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal voz una forma literaria de este coitus reservatus: el galanteo)

Idea de suicidio; idea de separación; idea de retiro; idea de viaje; idea de oblación, etc; puedo imaginar muchas soluciones a la crisis amorosa y no ceso de hacerlo. Sin embargo, por más enajenado que esté, no me es difícil aprehender, a través de esas ideas recurrentes, una figura única, vacía, que es solamente la de la salida; aquello con lo que vivo, con complacencia, es el fantasma de otro papel: el papel de alguien que "se las arregla". Así se descubre, una vez más, la naturaleza lingual del sentimiento amoroso: toda solución es implacablemente remitida a su sola idea -es decir a un ser verbal-; ajustarse a la preclusión de toda salida: el discurso amoroso es en cierta forma un a puertas cerradas de las salidas.

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